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Palomas. ¿Hasta cuando un inmigrante deja de ser un inmigrante?


¿Hasta cuándo un inmigrante deja de ser inmigrante?
Carrer entrevista a personas llegadas en diferentes oleadas migratorias. Son ciudadanos, son barceloneses, y cada cual aprende su oficio y con él brega

Revista Carrer115, Febrero 2010. Autor: Jesús Martinez. Foto: Marc Javierre

Medio kilo de harina, una cucharadita colmada de sal fina, 30 gramos de levadura de cerveza, una taza de agua tibia, una pizca de azúcar y 100 gramos de grasa vegetal. Así se elabora el pan de cremona. En un futuro probable, la cocinera chilena Paloma Vallejo (Santiago de Chile, 1978) se contentaría con cambiar los fogones por los hornos de leña. “Me gustaría tener una panadería, porque considero que el proceso de elaboración del pan es muy laborioso, necesita tiempo, reposo, paciencia y cariño. La panadería se llamaría Palomas.” El olor de la levadura embriaga hasta tal punto a esta deidad de ojos navieros, poncho blanco y corazón de medio punto, que el recuerdo de la infancia fermenta en ella, y su pasado colérico se transustancia en oda popular, como las del primer Neruda.

En el tiempo de los caballitos de bronce, de las juegas y las meriendas multitudinarias, Paloma adoptó sus primeras posturas lunares, con movimientos ondulantes y redondos, en el Liceo Experimental Artístico de Santiago de Chile. De niña, quería ser bailarina, una de las sílfides de Nureyev. Este pasado pertenecía, de hecho, a un futuro improbable: “La danza nunca fue lo mío”. Paloma Vallejo nació con la edad de “las sienes cóncavas” de un vecino peruano a quien le había dado el cambiazo de su apellido.
Como César Vallejo, guarda los poemas inconstantes de unos años plomizos y cadavéricos: el 11 de septiembre de 1973 Pinochet ahogó en sangre las naves del proceso
democrático. El padre de Paloma, Hernán, un hombre de tablas (“le habré visto interpretar Fuenteovejuna quinientas veces. Es un desastre en otras cosas, pero es un buen actor”), tuvo tres matrimonios y tres hijas: Carolina, Ángela y Paloma, hija de Rosa María, que se puso Roxana cuando se enteró del nombre de la mujer de Alejandro Magno.

De ese pasado exuberante quedaron los brotes de las mudanzas, en una caminata itinerante que la llevó de casa en casa en función de quien se hiciera cargo de su manutención: “Hasta los 19 años, me había mudado 22 veces, más veces que la edad que tenía”. Podría exagerar, pero a Paloma se le da mal mentir aunque sea a medias: “A los 14 años me convertí en la oveja negra de la familia: me fumé mi primer cigarrillo, hice mi primera campana… Estaba muy agrandada. Quería llamar la atención. Hoy me arrepiento de algunas tonterías”. El gran amor de juventud de esta paloma de toca vino a una Barcelona que le incendió los paños de sus defensas. Ella viajó a la ciudad en 1998, de la mano de Luis Tapia, Lucho, un chico que estudiaba Filosofía y que todavía divaga por los mares encrespados de la genealogía de la moral. Ella tenía 18 años; él era demasiado inocente. Ella se entregó sin ningún revestimiento, libre de ataduras, “desenraizada por completo”; él reincidió y acabó liándose con quienes no debía, Kant, Popper y Nietzsche, en una orgía de confusiones y silogismos que aturdieron a su chica, desatendida en una tienda de ropa de L’Hospitalet en la que se empleó de dependienta. Volvió. Paloma volvió a Chile con el rabo entre las piernas: “Necesitaba recomponerme, reconstruirme, ordenar mi vida y saber qué quería del mundo”. Ahora entiende, en este futuro promisorio, que esa fue la única manera de aprender a perder si es que anhelaba aprender a ser feliz.

Y como Orellana, intentó dos veces la misma aventura. Paloma retornó a Barcelona, tentada por una oferta indeclinable. “En el 2000, a mi amigo Sebastián le tocó la lotería en el programa de televisión Sábado gigante. Él quería venir a Barcelona, y me propuso ir con él y formar parte de un negocio que tenía previsto montar.” Lo consultó con su almohada y con su madre, y las dos, la madre y la almohada, se equivocaron. “A la semana, él cogió el avión de vuelta. No aguantó estar lejos de su familia. Pero para mí era como una segunda oportunidad, y me quedé.” Y se quedó, y echó de menos su camita y el café, y peleó contra las piedras y contra los explotadores sin escrúpulos en la vigilia perpetua de los sin papeles. “Cuando estaba a punto de echar la chala [tirar la toalla], conocí a Juan, un paraguayo que es una oenegé andante, la persona más generosa que he conocido, y me puso en vereda.” Paloma se empleó de cocinera, y dio más tumbos que un enano en un borrico. Recorrió la Catalunya gastronómica, aleccionada por las exquisiteces que asimiló en la escuela de hostelería Hofmann. En un restaurante de La Seu d’Urgell soportó las impertinencias de unos franceses que la trataban como si ella fuera la sirvienta del rey. En una masía de Girona tuvo el atrevimiento de desvelar los secretos de las estrellas Michelin (“todo se basa en la calidad de los alimentos y en el sa-
ber fer”). En un local de copas de Barcelona contuvo las avalanchas de italianos que descargaban los autocares turísticos: “En un minuto ponía hasta 20 jarras de cerveza”. Ese fue su primer trabajo legal, después de cuatro años de estancia clandestina.

Las hermanitas de la misericordia, el paraíso de los sueños, las reservas de comedor en los salones de cinco tenedores, los riachos de cebada en las gargantas napolitanas. Todo esto recuerda Paloma cuando el barniz del pan recién hecho se le mete en la nariz, como se le metía en la nariz a Proust su tiempo perdido siempre que le llegaba la fragancia de las magdalenas que le gustaban de chico. Hoy, en este futuro de espliego que le sigue a un pasado de antiparras, la cocinera Paloma Vallejo se ocupa de los talleres de inserción sociolaboral de la Fundació Mescladís (www.mescladis.org), una asociación sin ánimo de lucro que ayuda a los jóvenes en situación de riesgo, de entre 16 y 20 años, a quitarse los zapatos de perdulario que llevan puestos. “Les doy clases de cocina, les enseño a no cortarse con el cuchillo, a no quemarse con el aceite hirviendo, a preparar postres de chocolate, y a controlarse y tener confianza en ellos mismos”, explica con una voz maternal tan suave que se diría que le han puesto un lazo de organza.

Menú de hoy: de primer plato, taboulé, ensalada de lentejas, ensalada de pasta o crema de verduras; de segundo plato, berenjenas rellenas, cuscús de pollo o tasine. El postre, mousse de maracuyá, crema catalana o pastel de plátano. A las nueve y media de la mañana de un viernes, en Mescladís, en la plaza de Sant Pere, en un local que es como un rezago colonial y que antes fue una librería, los marroquíes Mohamed El Omari y Kamal El Ayazi preparan los platos de su ingenio. El viernes es el día de la autogestión, y los adolescentes confeccionan el menú. Creen que la profesora Paloma habla en chino cuando se refiere a los pulpos como cefalópodos.

En el fondo, Paloma presume que su ajetreada vida, a pesar de la lejanía del mercurio de Chile, no la ha tratado tan mal. Omari llegó a España en patera. Kamal llegó a España en los bajos de un camión.



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